Me interesé en la política desde muy niño mirando a Luis Bedoya Reyes. ¿La razón? Me deslumbró el Zanjón. En esos tiempos, no se imaginan. Era una “autovan” alemanda para nosotros, donde se podía correr a más de cien en plena ciudad. Hoy, más de medio siglo después, sigue siendo la obra más importante de la Capital. Lima sería impensable sin el Zanjón.

Prodigioso en su verbo, que manejó como nadie en esa combinación precisa entre el canchero clasemediero “con calle” y el elegante señorón “full style”. Limeñísimo total. Le recuerdo dos debates televisivos célebres. Uno con Jorge Grieve, candidato de la coalición APRA-UNO para la alcaldía de Lima en 1966. El otro con Héctor Cornejo Chávez, líder de la Democracia Cristiana (DC), en 1977. ¡Qué pico el del Tucán!

Bedoya fue un referente durante tres décadas. Fundó en los sesenta el Partido Popular Cristiano (PPC) como escisión de la DC. A fines de los setenta fue, junto con Haya de la Torre, uno de los dos hombres fuertes de la Asamblea Constituyente de 1978-79 que no presidió al rehusar el apoyo de la izquierda para cederle último honor al histórico líder aprista. Los ochenta eran el momento para que alcanzara la Presidencia, pero se enfrentó a dos monstruos de la política y perdió ante ellos: Fernando Belaúnde y Alan García. Crack igual. Luego llegaron los noventa y el escándalo de su hijo. Y el Tucán desapareció. Presumo que no pudo recuperarse. Perdimos la oportunidad de tenerlo como Presidente. Entregó el comando del PPC y se fue a sus cuarteles de invierno.

Se va con Bedoya el último de los políticos históricos de la vieja guardia. Como Pedro Beltrán, una de las cumbres pensantes de la derecha de todos los tiempos. Lamentable es que la noticia de su fallecimiento haya quedado eclipsada por la menudencia mediática. Ni siquiera fue tendencia en Twitter y apenas una mención menor en los noticieros. Reflejo de lo que nos hemos convertido. Nos merecemos lo que nos toca.

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