La afirmación de un Estado, la consolidación de una democracia que funcione de verdad, implica cierta noción realista de bien común. El bien común debe construirse en función a los acuerdos mínimos que garanticen la convivencia solidaria y para eso es fundamental alcanzar niveles concretos de respeto a la ley, esto es, un Estado de Derecho capaz de frenar las pulsiones del autoritarismo.
Para eso se requiere una clase dirigente comprometida con este bien común. Una clase dirigente que aplique la razón de Estado, no el interés de clase. Una clase dirigente con pleno sentido histórico, consciente de su papel en la región y del rol que cumple el Perú en Latinoamérica. Para un correcto proceso de liderazgo, la clase dirigente tiene que identificar no solo el bien común, también debe delimitar el alcance de la enemistad pública, combatiendo a las fuerzas que promueven la secesión y a los autores de la hostilidad.
Construir el bien común implica combatir al enemigo público. La correcta identificación del hostil —esto es, del enemigo político— es una operación fundamental del realismo performativo. Enemigo político del Estado es cualquier movimiento ideológico desintegrador de la síntesis peruanista; enemigo moral es el elemento degenerativo y cosificador de la persona; enemigo jurídico el filo terrorismo destructor de las fuerzas del orden y enemigo filosófico la facción que defiende al colectivismo neomarxista o al relativismo falsamente liberador.
La construcción del bien común implica la defensa de la dignidad de la persona. Y no es posible defender la verdadera ciudadanía si el Estado, conducido por una clase dirigente incapaz de identificar a los verdaderos enemigos de la comunidad política, abraza el radicalismo cainita, transformando el aparato estatal en un instrumento de odio y división.