La semana que pasó dejó muy en claro a los peruanos el nivel de improvisación, falta de unidad y ligereza con que trabajan tanto el Poder Ejecutivo como el Poder Legislativo al momento de adoptar medidas contra la inseguridad en las calles, que es nada menos que el principal problema que desde hace dos décadas golpea a todos los peruanos que a diario cobra vidas y afecta vilmente a la propiedad de quienes se ganan lo suyo con el sudor de su frente y el sacrificio de sus familias.

Lo que se ha visto son propuestas y más propuestas de ambos lados, pero al final no se ha logrado aterrizar en nada. La mayor parte del debate ha girado alrededor de si es apropiado o no el término “terrorismo urbano”, mientras los delincuentes deben estar felices matando, robando, extorsionando y secuestrando, con la seguridad de que quienes deberían unirse para combatirlos, están inmersos en discusiones teóricas y en querer aumentar penas a delitos que ya se sancionan hasta con cadena perpetua.

Antes de discutir cualquier propuesta, ha tenido que haber un consenso entre las diferentes entidades del Estado que en teoría, en teoría, comparten el interés en hacer frente a los indeseables que andan libremente en las calles cometiendo delitos. ¿Cuál es el sentido de que el Ejecutivo mande un proyecto que ni siquiera ha sido tomado en cuenta por el Congreso, y que de otro lado en el Legislativo no se dé luz verde a ninguna de las iniciativas que allí se han generado?

En este consenso también tendrían que ser tomados en cuenta el Ministerio Público y el Poder Judicial, aunque en verdad dichas instituciones se hayan convertido en un verdadero lastre en la lucha contra el hampa. Si quieren un ejemplo, tenemos a los jueces que acaban de dejar en libertad a un delincuente apodado “Negro Bemba”, que había sido condenado a cadena perpetua por el asesinato y robo a una cambista en San Isidro, y que tuvo que ser extraditado de Argentina, país al que escapó. Estaba recluido en Challapalca.

Estamos como a inicios de los años 80, en que nadie se ponía de acuerdo para dar normas que permitieran erradicar al entonces naciente terrorismo. Los políticos y “expertos” discutían si esas lacras eran “delincuentes comunes”, “abigeos”, “insurrectos”, “guerrilleros”, “revolucionarios” o “infiltrados de una potencia extranjera”, mientras los senderistas mataban, ponían bombas y saboteaban a todo un Estado que tardó más de una década en reaccionar. Sucedió cuando el país estuvo a punto de ser volado en mil pedazos.