Por Javier Masías @omnivorusq
Chacta en Huánuco. Wharapo en Oxapampa. Yonke en Cajamarca, Piura y Lambayeque. El cañazo cambia de nombre según la zona de la que proviene. También ha cambiado su uso y no para bien.
En el siglo XVIII, Gregorio de Losa refería que el “guarapu” o “guiñapo” que se elaboraba del jugo de las cañas en los ingenios de Saña y Abancay, “además de servirles para embriagarse, les aprovecha contra la cólica pasión o dolor de hígado”. Cabe suponer su empleo hedonista un siglo más tarde, cuando Valdez y Palacios refiere en su “Viaje del Cusco a Belén” de 1844 que en Santa Ana se elaboraba de la caña “buen aguardiente aunque todavía en poca cantidad”.
En una extensión importante del mundo andino se empleó como parte de pago por la faena realizada, y compartió por siglos con la chicha el rol de bebida ritual y pagana en las fiestas patronales. En esa última función fue reemplazado por la cerveza recién el pasado siglo y luego, por su paupérrima elaboración, se convirtió en una bebida marginal muy desprestigiada. Una pena para un producto del que Raimondi escribió con admiración y del que, se sabe, se exportaban importantes cantidades a Chile y California.
¿Será posible retroceder el tiempo y, con este gesto, volverle a inventar un futuro a esta bebida histórica? Un pequeño grupo de entusiastas instalados en el Valle Sagrado parece decidido a lograrlo, aprovechando las oportunidades que otorgan en nuestro tiempo la búsqueda por la tipicidad en lo gastronómico y la manía de revisitar prácticas antiguas y otorgarles vigencia y contemporaneidad.
Se trata de Joaquín e Ishmael Randall y Haresh Bhojwani. El primero administra El Albergue, un hotel en la mítica estación de Ollantaytambo. El segundo, su hermano, es un reconocido artista plástico. Haresh es un canario de sangre hindú que puso en pausa su carrera como abogado en Nueva York para soñar despierto con este desafío.
No es una cosa menor. Como se sabe, el cañazo que todavía se consume se elabora con una sola destilación del jugo fermentado de la caña de azúcar. La bebida resultante tiene pésima reputación entre los comensales y bebedores educados.
Su idea original era trabajar con las destilerías de las inmediaciones, una zona en la que la producción de aguardiente está ampliamente documentada. Intentaron persuadirlas de realizar una segunda destilación al cañazo que ya elaboraban, pero no encontraron interés. “Por qué no se compran un alambique y lo hacen ustedes mismos”, les respondieron. Joaquín, Ishmael y Haresh hicieron caso e importaron uno precioso de cobre hecho en Portugal.
Sabían que la materia prima con la que se elaboraba el cañazo en esa parte del Perú era muy singular. Procede de la caña que crece a mayor altura en todo el mundo, entre los mil y los dos mil metros sobre el nivel del mar. Se trata de cultivos excepcionales, pues lo habitual es que este producto se dé hasta los mil metros. Si bien es un asunto por investigar, es probable que se trate de variedades “acriolladas” que se han adaptado al territorio local y que se han podido preservar gracias al interés y constancia de algunas familias de Apurímac y Cusco, presumiblemente parientes de las que están siendo reemplazadas masivamente en la Costa Norte. El nombre “Caña Alta”, elegido para su comercialización, quiere referir no solo la altura geográfica sino también la cualitativa.
Pronto lanzarán tres productos con esa marca. El primero, Caña Alta Azul, es un cañazo que en su segunda destilación descarta un 30% del insumo, entre cabeza y cola. La idea es entregar un destilado limpio que mantiene aromas sutiles sin llegar a la neutralidad del vodka. Para ello fuerzan al alambique para que el destilado tenga más grado alcohólico, con lo que se neutralizan algunos matices. El líquido resultante se filtra con carbón natural.
El segundo se llama Caña Alta Verde y es más exuberante y complejo. Se logra dejando que pase más agua en la destilación, cuidando que solo se empleen las partes ricas en aroma. El proceso respeta el carácter de la caña y por ello presenta notas herbáceas, terrosas y ahumadas que por momentos recuerdan a un buen mezcal.
Al final ambos productos se hidratan manteniendo un 42% de alcohol, es decir, lo habitual en destilados como la ginebra o el tequila.
El tercer producto se llama Matacuy, una modificación del tradicional “matachancho” del Cusco, ese macerado o compuesto de preparación casera que se ofrece al final de una comida copiosa y del que cada familia tiene su propia receta. Emplean, además de Caña Alta, once botánicos diferentes entre hierbas, semillas y frutas, la mayoría procedentes de la huerta orgánica en la que está su alambique. Cuando el comensal entrenado lo pruebe recordará vagamente al clásico Becherovka de Karlovy Vary, solo que sin azúcar.
La apuesta por la tipicidad augura el éxito de estos tres productos. Ocurrió así con el pisco y con el gin peruano, Gin’ca, del que escribimos con ocasión de su lanzamiento hace algo más de un año. Como en esos casos, se trata de productos únicos y sin precedentes. En aproximadamente dos meses ingresarán al mercado. Todzavía calculan el precio final, pero desean que no sea inalcanzable, algo entre los 50 y los 80 soles. Quien quiera tenerlos en la barra de su restaurante o distribuirlos en su ciudad, escriba al correo joaquin@elalbergue.com. Pero ahí no acaban los sueños.
En sus planes está hacer un vodka peruano de papa como el polaco. También lanzarán una línea de macerados con un uso inédito de la chancaca. Y en colaboración con la vecina Cervecería del Valle, intentan convertir 300 litros de una mezcla de chicha de jora y cebada en el primer whisky andino que se añejará en barricas de roble americano y francés. No se sabe qué impacto tendrá la variabilidad térmica del valle -una diferencia de unos veinte grados en la zona en la que se encuentra la destilería-, y por lo tanto se ignora si tendrán que esperar unos meses para lograr resultados interesantes como ocurre en Kentucky con el bourbon, o mucho más, como pasa en la fría Escocia. “Joaquín e Ishmael han tenido hijos este año”, me dice Haresh, quien se ocupa del manejo del alambique. “Así que a lo mejor tendrán que cumplir 18 años para probarlo, pero valdrá la pena”.