Se quedó completamente solo. Eso fue lo que le pasó al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, durante su participación en la VII Cumbre de las Américas en Panamá, que ayer culminó.

Llegó al encuentro de jefes de Estado y de Gobierno con la espada desenvainada y con una serie de anuncios en los días anteriores con el ex profeso objetivo de empañar la presencia de Barack Obama, para quien fue su tercera y última cumbre en su calidad de presidente de Estados Unidos. Maduro, con su trillado discurso antiimperialista, propio de los años 70, quiso dejar mal parado a Obama y ningún país de la región lo siguió en su descabellado propósito.

Raúl Castro se refirió a la amenaza venezolana declarada por Washington, pero no quiso ir más allá cuidando no colisionar con Obama. Sin duda la participación de Raúl Castro concentró toda la atención internacional, dado que retornaba a un espacio hemisférico auspiciado por la OEA, desde que fuera suspendida del máximo foro de debate continental en 1962.

Sin duda, a Raúl Castro, como a su hermano Fidel, el líder de la revolución de 1959, le interesó más el asunto con Washington que la retórica de su aliado caribeño. Ahora bien, tampoco es que Obama sea una joyita de las relaciones internacionales, pero el desarrollo de la cumbre debió ser la gran oportunidad para el régimen venezolano para llevar el multilateralismo presidencial a la máxima potencia, como sí lo hizo Castro refiriéndose a Argentina y su causa sobre las Malvinas, a Ecuador y la amenaza a la ecología de sus suelos por las transnacionales y al asunto de las FARC en su negociación con el gobierno de Colombia. Maduro perdió y quedó al fondo, en la sima de la cumbre, mientras que Castro ganó ubicado arriba, en la cima de la reunión.