La civilización cristiana no se comprende sin la idea de perdón. El Dios cristiano que es suma caridad es un Dios de perdón, no de venganza. El cristianismo aporta a la sociedad la idea de reconciliación y unidad porque no hay nada que unifique más a la humanidad que la realidad del perdón. El perdón solo es comprensible si reconocemos el sentido trascendente de la propia vida. Por el contrario, al negar la existencia de un Absoluto trascendente, la vida se presente como un sendero darwinista, un camino vacío en el que solo importa satisfacer las necesidades materiales. Ni siquiera la filosofía griega se atrevió a imponer el epicureísmo que hoy campea en nuestro mundo relativista.

La anestesia del placer se estrella con la idea de perdón, porque para pedir perdón es preciso reconocer que el hombre puede vulnerar reglas de conducta y que esa vulneración es mala, negativa. Un mundo entregado al relativismo evanescente se niega a confesar que algo pueda ser malo o perjudicial. La libertad luciferina se empeña en presentar la bondad o maldad de las cosas como el simple fruto del consenso, cuando se trata de las mayorías, o de la libertad sin límites, cuando es un tema personal.

Contra todo esto se yergue el cristianismo que al presentar la idea del perdón de Dios nos empuja implícitamente a reconocer el decálogo de sus mandamientos y la necesidad de purificación y penitencia. En Fátima se leen las palabras del ángel que se presentó a los pastorcitos urgiéndoles a realizar penitencia por las transgresiones de la humanidad. Es tiempo de purificación porque la civilización construida por el cristianismo desciende a las catacumbas en espera de la resurrección.

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