Dina Boluarte cumplió cien días con la banda presidencial que el golpista Pedro Castillo tiró por los suelos y, lo primero que hay que decir, es que está sentada en Palacio de Gobierno porque así lo faculta la Constitución luego de que el Congreso aprobara la vacancia del iluso profesor chotano por permanente incapacidad moral. Sobre esa plataforma, el 7 de diciembre de 2022 juró como la primera mandataria del país “desde este momento hasta el 26 de julio de 2026″.

Pero Dina Ercilia Boluarte Zegarra no tuvo una noche de luna de miel con el poder porque ipso facto arreciaron las protestas en su contra, con muertos y heridos, y el titubeo rápidamente se plasmó en un cambio de discurso: el 12 de ese mismo diciembre, en mensaje a la Nación, ya hablaba de adelantar las elecciones generales a abril de 2024 y dejaba la pelota picando en el Parlamento Nacional.

Y todos hemos visto el peloteo en que se enfrascaron los congresistas del bufet-menú de 80 soles, las pantallas LED, lujosas alfombras y viajes por doquier. Ella está que se va y se va, y se va y se va, y no se ha ido a la espera de un desprendimiento del Legislativo que bajo cualquier pretexto busca seguir prendido de la mamadera.

Y Dina Ahí. Con harta bulla en las calles, huaicos y, muchas veces, con menor protagonismo que el premier Alberto Otárola. Es dueña de un lenguaje lloroso, suplicante y lejano de un golpe de puño sobre la mesa que conlleve mayor liderazgo y autoridad. Encima, recién el 1 de marzo, o sea casi tres meses después de su asunción, fue reconocida como jefa suprema de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional.

La verdad de la milanesa es que nuestro Perú ya merece mejor suerte.

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