Fue sintomático. Luego de que Francia se sumara a la coalición internacional liderada por Estados Unidos contra el yihadismo que pregona el Estado Islámico de Iraq y el Levante, con acciones armadas para acabarlo, el grupo terrorista apuntó sobre la emblemática ciudad de París con el feroz atentado del pasado 13 de noviembre que todavía recordamos con dolor.

Ahora que el Parlamento británico acaba de autorizar que su fuerza aérea inicie bombardeos sobre posiciones del grupo fundamentalista y extremista en Raqqa, ciudad ubicada al norte de Siria, que ha caído completamente bajo su control, es muy probable que las reacciones se produzcan.

Nadie las desea, pero no sería lógico desvirtuarlas. Ciertamente ningún Estado puede actuar en función de los actos de intimidación terrorista, pero está claro que los británicos deben realizar un esfuerzo mucho mayor al habitual para minimizar los efectos de un eventual atentado.

No sería la primera vez que Londres vive horas de terror. Todavía recuerdan los ataques del 7J. La decisión adoptada por los británicos al mismo tiempo que valiente, es riesgosa. De la isla continente han zarpado hacia las cuestas milicianas en el Medio Oriente, un número impresionante de jóvenes ingleses -tercera generación de musulmanes- que han abrigado febrilmente su causa. Londres debe incrementar sus procesos de seguridad de tal manera que todos sean protocolizados, a fin de evitar o reducir la acción terrorista que se ha convertido en una práctica permanente por todo el globo y que, además, suele actuar en la raya de lo absurdo e inesperado donde cualquier rincón del mundo se define por vulnerable.

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