Sin reparos y suelto de huesos, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, ha dicho que en la eventualidad de que fuera derrotado en las elecciones parlamentarias del próximo domingo 6 de diciembre -es lo más probable si las elecciones fueran realmente justas-, entonces “…pasaría a gobernar con el pueblo… no entregaríamos la revolución y la revolución pasaría a una nueva etapa”. Lo que está diciendo este señor es que nunca jamás entregará el poder político y esa es una grave manifestación con una carga de completa intolerancia. En democracia una de las reglas que le da vida al sistema es precisamente saber perder o, si prefiere, aceptar que nadie es indispensable para llevar adelante el proyecto de la gobernanza estatal. Por su actitud podríamos afirmar que las próximas elecciones serán un proceso pintado en la pared y eso es muy malo para el país y por supuesto para América Latina. Hace pocos días el respetado Club de Madrid, que agrupa a alrededor de 102 exjefes de Estado, entre los que se encuentran por nuestro país, Alejandro Toledo, presagiando las destempladas declaraciones de Maduro, emitió un pronunciamiento requiriendo a la ONU que exija a Venezuela la presencia de observadores internacionales en los comicios de diciembre como una condición para que el país llanero sea incorporado en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. No basta que lo diga tan reputado círculo de estadistas demócratas. El Perú debería pronunciarse sobre la intransigencia de Maduro, pues conviene recordar que la política exterior no puede limitarse únicamente a la proyección externa de los intereses internos del país.