Cuando un error se traduce en la pérdida de vidas humanas, no es algo que debemos tomar con ligereza.
El oleaje anómalo tras la erupción del volcán submarino en Tonga causó dos muertes en Perú el último fin de semana. Sí, una erupción al otro lado del planeta culminó con la muerte de dos mujeres en Lambayeque porque la Marina de Guerra del Perú no emitió una alerta de tsumani, como se hizo en otros países. Ahora bien, no hay cómo afirmar que la alerta hubiese evitado las muertes. Pero el simple hecho de que las muertes se hayan dado -mientras en ningún otro país afectado se han registrado víctimas- es un indicador de lo mal que están las cosas acá cuando hablamos de prevención de desastres.
Si un evento al otro lado del Océano Pacífico termina en tragedia en el Perú, ¿qué pasará cuando tengamos que enfrentarnos a un desastre natural en nuestros propios suelos? Todos sabemos la respuesta. ¿Por qué, entonces, no hacemos más?
Las certezas para los seres humanos son pocas, pero existen. Una de ellas es la muerte. Irónicamente, es una de las cosas para la que menos nos preparamos en vida. Similarmente, los peruanos tenemos la certeza de que vivimos en un país sísmico, y que eventualmente nuestra capital será sacudida por un terremoto de gran magnitud. Sin embargo -como la muerte- esta resulta ser una gran verdad que no tiene impacto en nuestro comportamiento actual. La realidad es que no estamos preparados para un sismo fuerte. Solo sabemos que ocurrirá. Y cuando ocurra, esa falta de preparación se hará notar.
El Estado debe empezar a tomar con seriedad las amenazas que la naturaleza nos impone. Es una obligación invertir más y mejor en prevención. Es tarea urgente pensar en lo inminente. Nuestras autoridades deben reaccionar, o todos pagaremos el precio.