A estas alturas del partido, cualquier cosa que proponga Donald Trump, el multimillonario de los Estados Unidos que va primero en las encuestas en el partido Republicano para ungirse como candidato a la presidencia, ya no me sorprende. No obstante sus conocidas excentricidades, no podemos permanecer impávidos frente a sus particulares iniciativas que vienen impactando notablemente en la sensibilidad social precisamente porque muestra a un candidato indolente e indiferente. Trump acaba de declarar que está de acuerdo con el restablecimiento del uso de la simulación de ahogo, un inhumano e incalificable método para arrancar información que está tipificado como tortura conforme la Corte Penal Internacional y la propia Organización de las Naciones Unidas. Para Trump, esta práctica conocida como waterboarding no es comparable con las que viene realizando el grupo fundamentalista extremista Estado Islámico de Iraq y el Levante (EI) en el entendido que resultarían insignificantes. Un nivel de razonamiento, a mi juicio, burdo. Resulta inimaginable qué sería del país con un presidente con ese temperamento político. Menos imaginable la reacción del grueso de quienes sostienen un rechazo hacia los Estados Unidos, entre los que se cuenta a los propios extremistas. Está claro que el discurso de Trump busca capitalizar las adhesiones de los numerosos estadounidenses que vivieron la experiencia del terror durante el 11-S y de aquellos que lo están palpando en medio de un clima de pánico internacional luego de los recientes atentados en Francia y Mali, y otras partes del mundo. La propuesta de Trump en nada difiere de los actos yihadistas.