Al momento de escribir esta columna, la distancia entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori es de 50.17 a 49.83%. En votos, apenas 59,852. Para dimensionar la cifra, esos votantes podrían ubicarse en el Estado Nacional de Lima, palcos incluidos, y sobraría espacio. En unos comicios donde habían más de 25 millones de electores hábiles representando a un país de 33 millones de habitantes, la diferencia es más que corta. Electoralmente, es microscópica. Más aún cuando se trató de una elección tan controversial, como las razones de las impugnaciones que los avispados personeros de Perú Libre pusieron sobre la mesa, o como las movidas off the record articuladas por el propio Presidente de la República para sugerir sutilmente, vía Mario Vargas Llosa, a que desista a Fuerza Popular de presentar sus propias objeciones a 803 actas.
No. No es posible dejar las cosas así nomás, sin el repaso necesario para establecer la validez de cada voto. Porque los votos para Fujimori y Castillo serán para ellos, pero no les pertenecen. Son votos del pueblo peruano, de la gente del Perú. La mayoría de la cual, recién les dio su confianza en la segunda vuelta y con muchas dudas. Por eso no podemos dejar que la confianza ciudadana quede en las únicas manos de unos burócratas. Pero si esto de por sí ya es motivo suficiente para orientar los esfuerzos hacia una prolijidad sin precedentes en el conteo definitivo, hay uno muchísimo más importante y delicado: ganar la elección con la menor sombra de duda asegurará un escenario de conflicto y confrontación social, en un escenario de “tormenta perfecta” donde confluirán un Congreso totalmente atomizado, amenazas de articular vacancias y disoluciones entre Ejecutivo y Legislativo, crisis económica, pandemia y –cómo olvidarlo– un país partido quirúrgicamente por la mitad en su visión de futuro. Este escenario puede superar, en gravedad, a lo vivido en los olvidables 2019 y 2020. Donde es malo, siempre puede ser peor. No abusemos de nuestra suerte.