“Todos los políticos son iguales”, “son corruptos o corruptibles”, “defienden intereses propios”, “representan a los ricos y sus intereses”, “son mercantilistas”, “son lobistas”, “congresistas otorongos”, “viven de nuestros impuestos”, etc., son los calificativos que sectores de la población tienen respecto de los actores políticos.

El desprestigio que tienen los políticos suele verse normal y hasta cierto punto de vista permisivo. Esta degradación de la imagen de los políticos se traslada a la política, realidad que nos está haciendo un daño enorme, pues envilece a nuestra sociedad. Si los políticos son mal vistos la consecuencia es que la política también lo sea, lo cual es peligroso para cualquier democracia.

Cuando la oferta electoral plasmada en idearios y programas de gobierno, es divulgada y contrapuesta con las ideas y programas de los contendores políticos, una posición o ideario termina prevaleciendo. Finalmente dichas propuestas no se cumplen, ello también ocurre porque mientras más “marcas” existan, mayor será la desafectación del elector pues terminará votando por imágenes y empatías sin evaluar propuestas.

La población percibe política con corrupción. Por ejemplo, la decisión política de “la reconstrucción con cambios”: misma catástrofe iguales resultados, con 27 mil millones de soles invertidos sin que se vean soluciones reales.

El sistema de partidos permite escoger de un cajón de sastre, y los resultados son un desastre, como los nefastos gobiernos de PPK-Vizcarra y Castillo. La degradación de la clase política es evidente y se mide entre otros factores porque no tienen la madurez de llegar a consensos mínimos que permitan avanzar en temas de interes general.

La fragilidad de los partidos políticos, la no reelección de autoridades locales y congresistas, la unicameralidad, la cuestión de confianza obligatoria (voto de investidura), figuras del parlamentarismo dentro de nuestro sistema presidencial, rompen el equilibrio entre lo poderes. Entonces, tenemos un sistema de partidos inadecuado, reglas electorales que distorsionan la voluntad popular, y normas que atizan las divergencias entre los poderes del Estado. Todo ello genera políticos nimios que se sirven de la política, cuando la política decente permite consenso, equilibrio y desarrollo.

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