A menos de cuatro meses de las elecciones generales, el gran favorito no es ningún candidato: es el “no sé”, el voto en blanco y el viciado. La mitad del país mira la cédula electoral como quien observa una carta de menú indigesta. Datum dice 50.5%, Ipsos 48%. El margen de error es lo de menos; el mensaje es claro: millones de peruanos no eligen porque no creen, no confían y no se entusiasman.

Urpi Torrado, CEO de Datum Internacional, recuerda que esta fotografía es casi idéntica a la del 2021. Y ahí está el problema. No es una comparación inocente, es una advertencia con memoria reciente. Ya sabemos cómo terminó esa historia: un aventurero en el poder, sin equipo, sin preparación y sin convicciones democráticas claras, empujando al país a una inestabilidad crónica de la que aún no salimos. Repetir el escenario es jugar a la ruleta rusa institucional.

El dato más inquietante no es la indecisión, sino el desencanto. El 48% de peruanos cree que no hay buenas opciones entre los candidatos presidenciales. No es apatía: es rechazo. La política se ha convertido en un espectáculo tan mediocre que ya no provoca ni indignación, solo hastío. Los ciudadanos no se sienten representados porque quienes aspiran a gobernarlos parecen vivir en una burbuja de slogans, promesas recicladas y egos sobredimensionados.

En ese vacío florecen las salidas peligrosas. El 51% pide “mano dura”, como si el país fuera un clavo que solo necesita martillo. Otro 23% espera a un rostro nuevo, alguien que no huela a política vieja. Es desesperación. Cuando el sistema no ofrece opciones creíbles, la gente empieza a buscar salvadores, aunque no tengan programas ni soluciones.

El reloj electoral corre y el país sigue sin rumbo emocional ni político. O aparece un liderazgo capaz de generar confianza, consenso y algo parecido a esperanza, o volveremos a votar más por descarte que por convicción.