Las elecciones europeas significan una llamada de atención para las democracias en el mundo. Plantean un reto por la forma como la desinformación, las noticias falsas y las llamadas verdades alternativas pueden distorsionar el derecho de sufragio por el cual, desde las revoluciones del siglo XVIII, el pueblo quita y da poder. De hecho, la desinformación refleja la transgresión y el odio que contaminan la tolerancia como característica de todo sistema democrático. El populismo se nutre de la larga labor de descrédito a la que han sido sometidos los partidos políticos con discursos plagados de noticias falsas y acusaciones sin pruebas difundidas a través de las redes. Un entramado tóxico que se ha podido ver España y en varios países de Europa donde se han impuesto los mesianismos y las ficciones construidas a base de falsedades sobre los gobiernos, la inmigración, el feminismo o la conducta de los altos funcionarios. Es este un gran espejo del que no estamos lejos, nuestra región ya está en esa dinámica con peligroso potencial para hacer crecer el descontento pero también la ira, las falsedades o la incertidumbre indignada de gran parte de la sociedad. El mayor desafío es para los medios de comunicación que están obligados a reconocer y huir de estas atmósferas altamente negativas pero no siempre lo consiguen. Pero también es un reto a los partidos políticos que deben canalizar el descontento y la apatía hacia la política, algo que estamos viendo en la región con partidos debilitados y sin representatividad. Construir credibilidad y confianza en las instituciones, rechazar su descrédito puede ser tarea de titanes. El fracaso de los partidos alienta populismos y aventurerismos, fragmentación y polarización que fragilizan la democracia y pueden hacerla desaparecer. Que no suceda en nuestro país depende de todos.