El constitucionalista Aníbal Quiroga lo ha denominado “guerra civil ideológica” y el analista político Carlos Melendez alude a un término denominado “enemografía” usado por el politólogo Andreas Schedler. Ambos, con algunos matices, se refieren a lo mismo: La extrema polarización que vive el país desde el 2001, es decir, desde el posfujimorismo. Hace algunos años, el análisis hacía referencia a que las segundas vueltas suelen polarizar al país pero ahora pareciera que vivimos en una constante segunda vuelta en la que las dos tendencias se descalifican, rivalizan hasta el punto de la enemistad y se culpan de la precaria institucionalidad y la crisis permanente con la que convivimos. Como dos barras bravas de Alianza Lima y Universitario que se encuentran en la calle, la diatriba y la agresión son las herramientas de un enfrentamiento encarnizado, que no conoce de tregua ni perdón, que no sabe de espacios, que abarrota las redes sociales, los medios, la judicatura, el Congreso, el Ejecutivo, la sociedad civil y todo ámbito en el que pueda erigirse. En uno y otro lado, tampoco se reconoce el error o el grado de responsabilidad que se tiene en esta pugna y la forma en que se contribuye, tenazmente, a radicalizarla. El problema es que hemos decidido hundirnos en el fango por voluntad propia y con vocación suicida sin realizar el más mínimo esfuerzo por gestar un acercamiento que nos otorgue alguna viabilidad. El problema es que si llegamos así al 2026 las escasas opciones de revertir esta caída libre pasarán de largo y se desperdiciará una oportunidad más de arribar a un mínimo consenso. Solo si hacemos un esfuerzo para que triunfe la voluntad de ceder, si alzamos la vista para no mirarnos como enemigos y entendemos, por única puta vez (perdón, no hallé otro adjetivo) que en el fondo todos buscamos lo mismo, sin atrincherarnos en nuestra ideología, tal vez tengamos una posibilidad de evadir el abismo que se nos viene.