Una propuesta electoral recurrente durante cada campaña presidencial es el cambio de la Constitución. El proceso actual no es la excepción, estimulado además por las manifestaciones ocurridas en Chile que desembocaron en un plebiscito y próxima elección de una convención constituyente, coincidentemente el mismo día de nuestros comicios generales (11 de abril).

Los críticos a la Constitución de 1993 sostienen su fracaso para alcanzar el bienestar general, otros la culpan de instaurar un modelo de corrupción y, como prueba, aluden al caso Lava Jato. Lo cierto es que todas las criticas son atribuibles a la falta de acción política y vacíos legales. La Constitución reconoce el derecho a la salud (artículos 9, 10 y 11 CP) y la educación (artículos 13 al 19 CP), pero la inacción gubernamental no construyó suficientes hospitales y colegios; también promueve la actividad privada, pero sin una ley contra los monopolios y oligopolios como exige su artículo 61. Otros candidatos proponen reconocer el derecho al internet, cuando el catálogo de derechos es una lista abierta que comprende todos los bienes humanos fundados en su dignidad (artículo 3 CP), una propuesta que se cumple alquilando un satélite.

¿Es confiable un Jefe de Estado que promueva cambiar el marco constitucional que juró respetar? Es contradictorio convocar una asamblea constituyente cuando el presidente electo debe jurar el cumplimiento de las disposiciones constitucionales. El derecho comparado nos muestra ejemplos cercanos: Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009), con resultados poco auspiciosos para los derechos fundamentales y el bienestar general. Los problemas que nos aquejan como país no surgen de la Carta de 1993, sino de una errónea gestión para el desarrollo y ausencia de políticas públicas para promover la igualdad y mejorar la calidad de vida. No es la Constitución sino la corrupción.