Se inicia un nuevo año y toca mirar el mundo con los ojos de la esperanza. Cumplimos 200 años de vida republicana y, aunque seguimos siendo un país adolescente, el Perú es una realidad. No confundamos las culturas milenarias que se han forjado en nuestro territorio a lo largo de varios siglos con esa realidad poco solidificada que es nuestro esqueleto republicano y democrático. Nuestra democracia, tenía razón Basadre, padece las pulsiones de la adolescencia, los complejos de la inmadurez, las facciones de lo precario. Con todo, el Perú es más grande que sus problemas y el tiempo juega a nuestro favor, siempre y cuando tengamos claro hacia dónde queremos caminar.
En efecto, las naciones, como las personas, necesitan objetivos claros, todos queremos saber dónde está el final del arcoíris. Está de moda en las sociedades copiar las agendas de otros países, los estilos de liderazgo. No niego que todo tenga cierta similitud, pero el espacio-tiempo histórico peruano es propio, particular, peculiarísimo. Por eso, los viejos apotegmas, las viejas banderas de la política retornan cada cierto tiempo, porque nuestro sendero es único y nuestro camino denota una misión. Todos los pueblos tienen una misión especial y la del Perú estuvo siempre vinculada al afán de unidad, a la necesidad de integración.
Por eso miro con esperanza el nuevo año, de tanto significado histórico. Es en la unidad por encima de las facciones que se perfila el destino del Perú. Esa vocación de unidad, ese deseo de sintetizar todas las sangres en un horizonte superior es clave para reconstruir y regenerar el Estado de Derecho. Cualquier otro camino nos conduce al desierto, a la jungla, al subdesarrollo.