La violencia criminal se ha instalado en nuestro territorio, y existe el riesgo de que se normalice, al igual que en otros países donde la convivencia con el crimen es una realidad cotidiana. Un ejemplo alarmante es México, que registró 230 asesinatos en un solo fin de semana en febrero. Debemos reaccionar como sociedad ante esta realidad que nos golpea y pone en peligro a nuestros hijos.

Es imperativo dejar de lado los enfrentamientos entre los responsables de la seguridad pública, como la Policía, la Fiscalía y el Poder Judicial. Su trabajo debe ser coordinado, al margen de hegemonías y predominancias. La experiencia de quienes hemos conducido operaciones contra el crimen organizado así lo demuestra: el enemigo es el delincuente, y el ciudadano reclama respuestas de sus autoridades. La población reclama a los alcaldes por la persistente inseguridad, quienes, con la mejor intención, fortalecen los cuerpos de serenazgo; en la práctica estos no son la respuesta adecuada ante un fenómeno delictivo atípico, extremadamente violento y brutal. Este debe ser combatido por cuerpos policiales profesionales. Es importante puntualizar que las autoridades locales no tienen mando ni comando sobre la policía, y mucho menos sobre otros actores clave como el Ministerio Público y los jueces, responsables de la seguridad pública.

Un nuevo orden en la seguridad implica redefinir roles y exigir rendición de cuentas. Todo funcionario público cuyo sueldo proviene de nuestros impuestos está obligado a demostrar su eficiencia. Es crucial potenciar la meritocracia y descartar a aquellos que, con su mediocridad e ineficiencia, alientan la impunidad y contribuyen al dolor de un pueblo que se desangra ante tanta violencia.

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