El camino más rápido para hundir a un país es destrozar el Estado de Derecho. La democracia solo puede subsistir si respetamos el imperio de la ley y nos atenemos a las garantías constitucionales. La civilización está basada en una serie de pactos y consensos que generan un equilibrio jurídico. Roto ese equilibrio, el edificio del poder público se derrumba y se impone la guerra de facciones. Esta guerra de facciones, por fuerza una guerra civil, termina inevitablemente en el triunfo de un sector que o implanta la paz o inicia una cacería de brujas. En el Perú la paz es un bien esquivo, aquí todo el mundo opta por la guerra.
Y en la guerra se silencian las normas. En la guerra civil el Derecho no puede sobrevivir. Eso es lo que sucede actualmente en el Campo de Agramante en que se ha convertido nuestro país, las leyes han sido desafiadas y utilizadas impunemente para perseguir a los enemigos de uno y otro bando. Los que hace un tiempo destrozaron la presunción de inocencia, los mismos que pisotearon el debido proceso, ahora se presentan como los campeones de las garantías procesales, guardianes impolutos de unas leyes que ellos mismos se esforzaron en profanar. Pirómanos insensibles, Nerones insensatos que tocaban el arpa cuando la Roma de nuestro Derecho se incendiaba, hoy se arrancan las vestiduras mientras repiten: ¡alto a la persecución! Ahora lloran lágrimas de impotencia, ahora lloran la debacle de una democracia que en su momento no supieron defender como demócratas.
Pese a todo, justicia no es venganza. Debemos respetar escrupulosamente el debido proceso y la presunción de inocencia para restaurar el equilibrio de la democracia. Cuando todo eso se cumple, entonces, la justicia, dama severa que ve en la oscuridad, actuará y salvará lo que queda del Perú.