Si la mayoría de los políticos peruanos tiene la capacidad de adoptar la doble moral según su conveniencia, la pregunta es ¿por qué deben ser ellos quienes definan quién actúa bien o mal, al margen del marco jurídico? Lo políticamente correcto es más un slogan de campaña, no una práctica común en nuestros tiempos.

Para algunos ejemplos lo más inmediato sucede en el Congreso de la República. La frase otorongo no come otorongo define claramente que el castigo moral tiene una medida básica: el interés propio o partidario. ¿Acaso no hemos visto cómo actúa la estrafalaria Comisión de Ética? ¿Y esa subcomisión de Acusaciones Constitucionales?

Y seguimos en el Legislativo. En el recuerdo aún está la denegatoria para procesar, políticamente, a algunos cabecillas de “Los Cuellos Blancos”. Yendo más atrás, las veces que se formaron estériles comisiones investigadoras contra el rival de turno. El último castigo se lo llevó Martín Vizcarra, pero eso estaba condimentado con venganza.

¿Qué moral podría tener un Congreso que protegió hasta lo último a Edwin Donayre? ¿Qué ejemplo dio un Parlamento cobijando a un condenado como Humberto Acuña? ¿Cómo salvaron al entonces parlamentario Richard Acuña para que no sea procesado judicialmente igual que su hermana? Y así seguimos con la cuenta.

La incapacidad moral no la puede medir un grupete de congresistas acostumbrado a zurrarse en las normas; es muy subjetivo, al punto que se mantiene como un arma para tumbar presidentes, más que para brindar un verdadero equilibrio de poderes con el Ejecutivo. Si la Comisión de Constitución hubiese hecho su trabajo habría menos que discutir.