La política parece estar corrompida. Las voces -más o menos autorizadas- coinciden en el planteamiento inicial: La política, tanto en el ámbito municipal, regional o nacional, está marcada por una huella ignominiosa. Esa huella hace que los pueblos perseveren en el error, y que los ciudadanos bienintencionados elijan de manera equivocada. La falsedad en la política es la tragedia más grande que padecemos, y es la sinceridad la luz esperanzadora que restaurará el bien público. Según las investigaciones del filólogo español Joan Corominas, la sinceridad -lo dice en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (1961)-, es “lo intacto, lo natural y lo no corrompido”. Podemos aceptar esta sutil definición académica, pero dado que, nuestra búsqueda es minuciosa y apasionada, no podemos resignarnos a la definición dada por Corominas. ¿De dónde proviene el término sinceridad? ¿Cuál es su origen histórico? En la antigua Roma, las estatuas que llegaban a la urbe romana, eran sometidas a una prueba infalible para identificar su autenticidad o falsedad. Muchos escultores, con el propósito de ocultar las imperfecciones de su producción artística, cubrían de cera las partes defectuosas. Entonces, los precavidos romanos abandonaban las esculturas a la intemperie y a las inclemencias del sol durante días. Si las estatuas permanecían intactas y sin alteraciones, significaba que no había encubrimientos y que eran auténticas; es decir, que no estaban cubiertas de cera. “Sin-cera”. ¡Esta interpretación es mucho más interesante que la acotada definición que nos da Corominas! Nos corresponde apartar la ingenuidad y darnos cuenta qué políticos son falsos y qué políticos son auténticos.