Cada tanto, la decepción con la democracia representativa, alentada por las noticias y los actos de los políticos, lleva a la tentación por buscar atajos en la democracia directa. Pero cuidado. La distinción entre ambos tipos de democracia marca la distancia entre las democracias liberales y otras formas de gobierno como los totalitarismos democráticos o los autoritarismos competitivos. Sólo en las primeras, el poder emana de la auténtica expresión del pueblo: el voto secreto y libre de coacción.

Conviene la democracia directa cuando actúa como complemento de la democracia representativa y se tramita en comicios secretos y libres, para resolver temas delicados y puntuales que pueden rebasar las capacidades deliberativas del Parlamento. Pero no puede sustituirlo. De hacerlo, la masa puede sentirse envalentonada para no reconocer la legitimidad del Legislativo y pretender imponer su voluntad amparada en el clamor de la calle. Algo carente de lógica, pues en sociedades modernas, grandes, complejas y abiertas, las mayorías no se expresa en las plazas sino en las urnas. Si no aceptamos este convencionalismo crucial como regla fundamental de la democracia, nos echamos abajo la democracia liberal.

Abusar de la democracia directa además banaliza la elección de los congresistas, ya que, si la “verdadera” representatividad no se reconoce en el Parlamento, entonces da lo mismo a quién se elija. Lo que a su vez merma el equilibrio de poderes y la capacidad de limitar al gobierno. Cosa distinta es construir canales deliberativos para obtener información de las demandas ciudadanas y procesarlas, algo que, por ejemplo, una adecuada descentralización puede lograr. Pero no quitemos caballos de fuerza al Parlamento. Estaríamos minando una de las piedras angulares de un orden social liberal: el gobierno limitado. No caigamos en la trampa ni seamos portantes de un Caballo de Troya que aplaudirán entusiastas las izquierdas que ya aplicaron la receta en el Perú recientemente.