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En la mayoría de pueblos de la costa, sierra y Amazonía de nuestro país, ayer y hoy son días dedicados a nuestros muertos. No son fechas solamente de colocación de ofrendas florales, cantos y rezos. Son vivencias más amplias y que albergan sentimientos profundos. Por eso recuerdo hoy la tradicional celebración del Día de los Difuntos y de Todos los Santos (“Las velaciones”) de mi pueblo: Santa Ana de La Huaca, en Piura. Evoco sus días previos, en que se arreglaban los nichos, las cruces y los caminos para acceder al cementerio. En la parte de afuera se instalaban quioscos para el expendio de comidas, dulces y arreglos de hojas y flores de cartulina y papel que compraban los vecinos que llegaban de distintos lugares a visitar y “coronar” las tumbas de sus seres queridos. Pero no solo eso: en las proximidades nos juntábamos niños y jóvenes de caseríos aledaños para saludarnos, conversar y jugar principalmente al fútbol. Al mismo tiempo, llegaban al camposanto automóviles y camionetas -¡tan escasos o casi inexistentes en el lugar!- con paisanos que solían visitar nuestra tierra únicamente en esta conmemoración. La noche del 1 y la madrugada del 2 de noviembre eran de continua velación respetuosa con familiares y amigos de los extintos. Eran encuentros de gran significatividad, afecto y alegría. Con seguridad lo siguen siendo. Con el transcurrir de los años, estas manifestaciones de espiritualidad, fraternidad y amor a nuestros fallecidos -a la distancia- siguen conmoviéndome intensamente. Qué duda cabe, también a los que continúan viviéndolas directamente ahora. Forman parte de nuestra identidad social, histórica, territorial y cultural.

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