En un tiempo de desórdenes sociales, transgresiones impunes de la ley, incremento del crimen en proporciones espantosas y privaciones injustas de la vida de inocentes por parte de organizaciones criminales -que, muestran un marcado desprecio por la dignidad de la persona humana y su derecho a la vida-, la posibilidad de establecer el derecho constitucional a la libre portación y tenencia de armas por la población civil -con las debidas regulaciones- se convierte en una posibilidad enteramente razonable. No es posible edificar sobre arena movediza, diría Monseñor de Segur. No es posible organizar una comunidad libre y segura, si la tranquilidad pública y el orden interno son vulnerados sin interrupción por asociaciones delictivas que, con sus atrocidades, hunden a familias en la desdicha más sombría y nos obligan a vivir en una tensa incertidumbre. La posición de que los particulares posean armas de fuego, no supone deslegitimar la función protectora del Estado, sino que la entendemos como una acción complementaria a la luz del inciso 23 del art. II, de nuestra carta constitucional, que trata sobre la legítima defensa. En los evangelios canónicos hallamos una aclaración. Tras el cenáculo, Jesús se dirige con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón de Jerusalén, al Monte de los Olivos, a un huerto llamado Getsemaní. Luego, aparece Judas junto a soldados romanos y guardias armados. En el “prendimiento de Jesús”, Pedro desenvaina la espada -conocida como La Malice- y le cercena la oreja a Malco, servidor de Caifás. Es posible que los apóstoles acostumbraran estar armados para defenderse de peligros inminentes, pues ¡todos tenemos el derecho natural a defender nuestra vida!