Era el 2015 en El Salvador, cuando los transportistas dejaron de circular por un paro anunciado nada menos que por los cabecillas de las bandas “Maras Salvatruchas” y “Barrio 18″, quienes intentaban negociar sus condiciones con el nuevo gobierno, tras la tregua pactada en los años 2012 y 2013, a costa de la vida de los choferes y pasajeros.

“Nueve transportistas muertos, cientos de unidades de transporte público paralizadas y miles de salvadoreños que se apretujan en vehículos de todo tipo que cobran mucho más de lo acostumbrado y viajan bajo custodia policial y militar”, era el resumen de la BBC. Se trataba de la forma más perversa de negociar con un gobierno. Era la delincuencia frente a las instituciones.

Así estaba ese país de Centroamérica, con la moral por los suelos y la delincuencia registrada para poder negociar los términos y los acuerdos con el propio Ejecutivo. Décadas atrás, el gobierno de Colombia hizo lo propio con los narcotraficantes del cártel de Pablo Escobar, con quienes dialogaban sobre cómo tratar a los bandidos y sus conveniencias para no hacerle más daño al país.

Lo que ocurre en Lima es un tema que no se ha superado en Trujillo, por ejemplo, donde los transportistas se acostumbraron a elaborar su presupuesto anual incluyendo una partida adicional para las extorsiones. Lamentablemente se normalizó el pago de cupos porque la Policía se vio superada en organización y logística.

No creo que lleguemos al extremo de El Salvador, un país que renació de las manos de Bukele, aunque con disposiciones gubernamentales que atropellaban cualquier derecho ciudadano. Esa fórmula no es aplicable para un país tan grande como el nuestro. Lo que se necesita es reformular el sistema de justicia con la ayuda de la clase política, con un sistema penitenciario impenetrable. Ojalá comencemos.