Siempre hay que desconfiar de la incontinencia política. El incontinente político pertenece a la especie de los sicarios sin filtro, esos asesinos pródigos en generar problemas porque no meditan el calado de sus actos y palabras. La demagogia es un vicio peligroso porque se expande por todo el Estado. Ciertamente, es un vicio efectivo en el corto plazo, pero en el mediano y largo, los demagogos beben y hacen beber a los que sonríen con ellos la amarga cicuta de la decepción.

Nuestra historia está plagada de demagogos de antología, demagogos de exportación. Los ha habido de todas las raleas. Los unos, autoritarios. Los otros, populistas. Algunos de izquierda, otros de derecha. Todos peligrosos para la República. La demagogia efectista tiene un límite: carece de inteligencia y sentido de Estado. Un estadista evita la demagogia. Las mujeres y hombres que han construido países fuertes siempre han tenido un proyecto nacional reñido con el populismo. No nos engañemos. Hay una diferencia esencial entre lo popular y lo populista.

Por eso, si el demagogo encarna lo peor de un país (el machismo, la prepotencia sin el contrapeso de la auctoritas, el poder sin frenos morales), la demagogia, que deslumbra en un inicio, pronto muestra su entraña macabra y su ánimo vulgarizador. El estadista eleva o intenta elevar el nivel de la política hasta la seriedad. El demagogo aplana, cosifica, degrada y sonríe.

Querida Presidenta Nadine: ¿de verdad vas a unir tu destino a un pelele misógino? ¿Tan grandes son los flancos que vas a dejar a tus enemigos el 2016? Los hombres que no respetan a las mujeres, no respetan nada. Y no van a cambiar. El poder los empeora, profundiza sus vicios, maximiza sus taras. El ministro, tu ministro, tarde o temprano, te va a traicionar. Este es peor que la Trivelli: es ineficaz y tiene metralleta.