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Está en la naturaleza humana aprender aquello que despierta nuestra curiosidad o responde a una necesidad. Así ocurre con los bebés desde que nacen hasta que aprenden a reconocer a sus familiares, agarrar, llorar, reclamar, hablar, caminar, interesarse por lo que dicen los letreros, los cuentos y finalmente los textos escritos.

Resulta que cuando empiezan a ir al centro de educación inicial o al colegio, empiezan también las quejas de los profesores de que los niños no aprenden lo que se espera de ellos, cosa que se agrava cuando entran a la universidad y los catedráticos comentan que los alumnos “no saben nada”, “no saben pensar”, “son flojos para aprender”, etc.

No solo eso. Muchos profesores reconocen que buena parte de sus alumnos más inteligentes o talentosos están normalmente a media tabla, y apenas sacan notas entre 13 y 15, significando su poca dedicación al estudio.

Lo que les falta entender a todos estos profesores es que, si los alumnos no aprenden lo que se espera de ellos, es en defensa propia. Es porque se espera de ellos algo que no coincide con lo que ellos desean aprender o sienten significativo para sus vidas.

Si para los profesores buena conducta es sinónimo de “no hagan bulla” y buen desempeño es sinónimo de “contesten lo que el profesor quiere que contesten”, entonces no hay razón para sentirse decepcionados por el hecho de que los alumnos no se portan o aprenden lo que sus profesores esperan.

Si realmente queremos que los alumnos no dejen de aprender al escolarizarse, deben adoptar la mirada del niño como punto de partida para provocar sus deseos de aprender.