“Matar o morir”, dijo alguna vez un coronel policial que enfrentó un juicio por los delitos de secuestro y muerte de cuatro personas en Trujillo, como parte de un supuesto operativo para frenar al hampa. Y la gente aplaudía porque el oficial había sido señalado de acabar con la vida de decenas de presuntos delincuentes en enfrentamientos a balazos. ¿En qué acabó esa pacificación a plomazos? En nada. En el segundo gobierno de Alan García, a través de facultades legislativas en materia penal, se promovió la ley que permitía la legítima defensa de los policías en caso de enfrentamiento con delincuentes. Bajo esa norma, los agentes del orden podían reprimir con sus armas cualquier ataque criminal. Este detalle dio pie a una serie de denuncias fiscales. Como ocurrió con aquel coronel con fama de justiciero en Trujillo, hubo abusos policiales que la fiscalía terminó denunciado. La legítima defensa era una puesta en escena para continuar con los operativos y acabar a tiros a quienes eran considerados villanos, entre ellos un joven inocente cuyo error fue haber estado en esa redada extraoficial, sin presencia de ningún fiscal. Nadie en su sano juicio puede oponerse a una ley que fortalezca la operación policial frente a los delincuentes. Es racional que los agentes hagan uso de sus armas sin temer a un juicio absurdo, como hemos presenciado cuando los bandidos terminan en libertad y sus captores en prisión. Sin embargo, eso no significa que los policías sean los intocables del código penal. Es cierto que el terror está en las calles, que las organizaciones criminales están al acecho de los ciudadanos. No obstante, también es verdad que se requiere de un mayor equipamiento tecnológico para reducir el avance del hampa y que los policías utilicen estrategias de vanguardia. “El matar o morir” nunca fue la solución en Trujillo, como tampoco endurecer las penas.