Todas las familias, todas las personas si me apuran, se han cruzado con un ángel en sus vidas. Mi familia tuvo el enorme privilegio de conocer a María Teresa Laporte, Mateye. En casa fue nuestra preferida desde el primer momento. Mis hijas le querían y admiraban, yo conversaba con ella sobre diplomacia, periodismo y política, pero la que de verdad la veneraba era mi mujer, Angela.

Mateye y Angela se hicieron amigas desde el mismo instante en que se conocieron. Todavía recuerdo las veces en que Angela regresaba a casa emocionada y me contaba las largas charlas que sostenía con Mateye caminando por las alamedas de la Universidad de Navarra. La vida y la enfermad de Mateye han sido la prueba palpable de cómo la entrega a una vocación es capaz de transformar el mundo. Por lo menos transformó el universo de mi esposa y por extensión, el mío y el de mis hijos.

Los incrédulos, los cínicos sostienen que no es posible ser santo en nuestros días. Esto es falso. Yo me he cruzado con varios. Los santos no son personajes que andan todo el día contemplando el cielo sin tropezarse. Los santos son de carne y hueso, y luchan cada segundo por mejorar. En sentido estricto, luchan más por lo demás que por sí mismos. Se entregan hasta alcanzar la perfección, la perfección cristiana.

Nos enteramos, con tristeza, de la partida de Mateye a la patria celestial. Angela me dice que hasta unos días antes de su partida se escribían con frecuencia y que ella siempre se preocupaba por nosotros, sus amigos en Perú. Mateye siempre fue así. Alegre, inteligente, entregada. Vivir y morir de esa manera, eso es la santidad.

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