Acaba de cumplirse el pasado 18 de abril, el tercer año de las protestas en Nicaragua contra las medidas que decidió el gobierno del dictador, Daniel Ortega, menoscabando los derechos sociales de la población. Junto a Venezuela, la atención del continente debe estar puesta en este país centroamericano, donde los derechos humanos están pintados en la pared.

Ortega, luego de que pudiera dominar por la práctica de la represión a las revueltas de 2018, sigue más pertrechado que nunca al poder y por si fuera poco, por estas fechas, en una franca cacería de los medios de comunicación, donde los de oposición, que prácticamente no hay, vienen siendo sometidos a abusivas medidas de fiscalización económica como sucedió en su momento con Canal 12, prácticamente una de las dos empresas televisivas que sobrevivía a duras penas.

Desde el 2007 y con la esposa -Rosario Murillo- como vicepresidenta del país a partir de 2017, Daniel Ortega, se ha venido mostrando cada vez más despótico y gendarme, sin perturbarse por las críticas a la concentración del poder en su familia. Tampoco le importa la lista de muertos que ha producido su acción reaccionaria que seguirá haciéndola a cualquier precio para mantenerse en el poder. Recordemos que la mesa de diálogo constituida a raíz de la crisis de 2018 fue completamente ninguneada por el ex líder sandinista.

A los 36 meses de salir a las calles, la inmensa mayoría de los nicaragüenses quiere que Ortega deje el poder pero éste, como pasa con Maduro en Venezuela, cuenta con el apoyo de una cúpula militar corrupta y buscará perpetuarse. Ahora, en el marco de la pandemia que azota a nuestra región y al mundo entero, hay países en América que deben deshacerse de sus temores y prejuicios, presiones e hipotecas, y decididamente mostrarse encaminados a coadyuvar para que acabe esta penosa realidad en un país centroamericano hermano.

El espejo de esa frustrante realidad son los jóvenes nicaragüenses que sufren el ensañamiento del régimen crónicamente abusivo. Por eso, el caso de Nicaragua en pleno siglo XXI, nos advierte de la necesidad de mirar los riesgos y de tomar decisiones que no estén fundadas en los impulsos y en la ira, sino en los elevados intereses nacionales.

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