De los candidatos que participaron en el debate del pasado domingo, quien mejor se desenvolvió fue Verónika Mendoza. Esto es prueba de que, si está bien dicha, cualquier cosa puede sonar como una propuesta sólida.

A pesar de haberse expresado con solvencia, las propuestas de Verónika se mantienen teñidas por los dogmas de la izquierda del siglo 20, y no podrían ser consideradas “modernas” bajo ningún concepto.

Mendoza busca ganar votos mediante un discurso que polariza y que apela a las emociones –y lo hace muy bien– vilificando a la empresa privada y solidarizándose con los peruanos que han sido “víctimas de los abusos de los privados”. Ojalá viviéramos en un mundo tan simple, ¿no? De blancos y negros y buenos y malos. En realidad, la dicotomía que plantea entre empresa privada y Estado, no existe. Mendoza simplifica la realidad en tal medida que genera falsas expectativas mediante propuestas que carecen de viabilidad económica y sustento técnico.

Además, me parece importante resaltar que, si bien Mendoza dice ser firme contra la corrupción, alegando: “cuando identificamos malos elementos los separamos inmediatamente”, recuerden que ella misma selló en el 2019 una alianza con Vladimir Cerrón. Cerrón había sido previamente condenado por corrupción. Es decir, al momento de aliarse, Verónika sabía perfectamente que lo hacía con un corrupto. Y no un presunto corrupto, un corrupto con condena. En ese sentido, me parece válido cuestionar la autoridad moral que la candidata presume.

Al fin y al cabo, por bien que le haya ido en el debate, Verónika está lejos de ser una opción viable para manejar el país. Y para aquellos que dicen que “la única opción es Vero”, pues no. De hecho, Vero ni siquiera es una opción.