La reciente agresión al abogado Humberto Abando a la salida de la Fiscalía de la Nación nos conmina a una profunda reflexión sobre el estado de violencia que vive nuestro país. Según, Ipsos (2023), el 75% de la población percibe un aumento de esta en los últimos años. Este hecho, lejos de ser aislado, se enmarca en un contexto complejo donde la instrumentalización de la violencia por parte de grupos radicales emerge como un factor preocupante.

El rótulo de “indignación ciudadana” acuñado por la prensa para aquellos que agreden a figuras públicas otorga a estos actos un halo de impunidad y heroísmo popular. No olvidemos los ataques similares contra el almirante Tubino, Luis Alva Castro, el congresista Burga entre otros. Estos hechos no son meras coincidencias, sino que forman parte de una cultura de violencia que se ha infiltrado en la esfera política. No se trata de ciudadanos espontáneos movidos por la “indignación”, sino de sectores extremistas, principalmente del caviarismo, el progrefascismo y la ultraizquierda, que encuentran en el salvajismo su herramienta predilecta para dirimir sus diferencias ideológicas.

La permisividad de la prensa frente a estos actos y la falta de sanciones ejemplares para los agresores contribuyen a la normalización de la violencia y generan un clima de impunidad. La historia nos ha demostrado, con dolor y amargura, las nefastas consecuencias de la violencia trasladada a la actividad pública. Si no se toman medidas drásticas para detenerla, corremos el riesgo de revivir episodios trágicos como el asesinato de autoridades o políticos en nombre de una falsa “indignación ciudadana”. Evitemos ingresar a un terreno peligroso del que, quizás, no tengamos retorno.