Las pasiones nublan la razón y entorpecen el buen juicio. El odio es un factor perturbador y nocivo que supera cualquier argumento y explota todo atisbo de debilidad. En efecto, solo los seres más débiles odian sin piedad, sin medida ni clemencia. La debilidad florece en una naturaleza fragmentada, incapaz de construir y de unir, anclada en la condena perpetua, en el revanchismo estéril, en la memoria infinita de los que se sienten ninguneados. El odio, cuando se une a la envidia (deporte propio de la psique nacional) provoca un coctel letal capaz de producir masas que ni saben ni quieren olvidar.

El odio es fratricida, cainita, feroz. Todo esto lo hemos padecido a lo largo de muchos años. Sendero dejó una estela viscosa y sucia llena de odio y división. La idea de la lucha de clases por fuerza empujaba a generaciones de incautos al enfrentamiento de unos contra otros, de hermanos contra sus propios hermanos. Ese odio ideológico, tan demencial como artero, casi destruye al Estado y hunde al país. A duras penas nos libramos de semejante Behemoth y tal odio abisal que tanto nos costó intentó camuflarse en otros escenarios, bajo otras banderas. Así sobrevivió tal odio supérstite, escondido en las entrañas de las más extrañas reivindicaciones.

Para la historia universal de la infamia quedará el odio supérstite y escondido que durante veinte años ha buscado dividirnos, fragmentarnos, fagocitarnos y extinguirnos. El odio sin cuartel, el odio que se profesa al que no piensa como uno, el odio que se atesora para Amalec, es un odio condenado a la destrucción por todo lo que proclama. Los perseguidores del odio, uno a uno, van cayendo ante sus propias telarañas. Y por sobre esa línea malsana de cadáveres políticos se eleva, impasible, victorioso, el sol de un nuevo Perú.