La primera ley sobre la libertad de expresión en el Perú se llamó “Ley de imprenta” y se promulgó hace 200 años. Garantizaba a todos los ciudadanos a opinar y emitir sus pensamientos en la prensa, pero no podían hacerlo contra la religión y la Constitución. Las publicaciones sobre estas se consideraban subversivas y eran penadas.
La segunda ley de imprenta se dio el 23 de noviembre de 1839 y se penaba hasta con dos años de cárcel efectiva “a los que profirieran canciones obscenas o contrarias a la religión católica, a la moral o a las buenas costumbres”.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde esos tiempos y muchos hombres de prensa han sido censurados y hasta encarcelados por informar determinados sucesos incómodos para el poder o dar sus opiniones. Hoy no es la excepción y el Congreso ha lanzado una ofensiva contra la prensa promoviendo un proyecto de ley que impulsa la prisión efectiva por difamación y calumnia.
El Congreso tiene un rechazo del 91% de los peruanos, según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), y está absolutamente desacredidato. Los últimos escándalos siguen hundiendo al Legislativo. Los parlamentarios que viajaron a Trujillo a celebrar el cumpleaños a un colega. El hijo de una legisladora y su enamorada en un helicóptero de la FAP. El hallazgo de 72 mil dólares y 34 mil soles en el allanamiento a la casa del “Niño” José Arriola. Todo esto abona para que este poder del Estado tenga su imagen por los suelos.
Ante esta coyuntura, demonizar y atacar a la prensa porque hace estos destapes o los propala es simplemente exponer un talante autoritario.
Ya se sabe que si la libertad de prensa corre peligro, también estará en riesgo la democracia.