Los escándalos en el Congreso parecen no tener fin. Recientemente, la esposa del congresista Darwin Espinoza protagonizó un bochornoso incidente en el edificio parlamentario Fernando Belaúnde Terry. Según testigos, la mujer confrontó a gritos a una asistente parlamentaria, reclamándole su permanencia en la oficina de su cónyuge debido a una supuesta relación sentimental. Lo que comenzó como un enfrentamiento verbal habría escalado hasta llegar a la agresión física.
Este lamentable episodio es solo una muestra más de cómo la majestad del Parlamento ha sido mancillada, una vez más, durante la presente gestión. Los casos de “mochasueldos”, “niños” y hasta la presencia de un violador en las filas parlamentarias han socavado gravemente la credibilidad de esta institución, que debería ser un pilar de la democracia.
La violencia entre dos mujeres en una oficina parlamentaria no es solo un escándalo más; es una prueba palpable de que los excesos, desmanes y el descaro se han normalizado en el Congreso. Mientras continúe esta tendencia sistemática hacia la desvergüenza, este poder del Estado seguirá hundiéndose en el descrédito.
El Congreso debe recordar su propósito: legislar para el bien común y servir como un contrapeso en el ejercicio del poder. Si sus miembros no son capaces de actuar con la altura que se espera de ellos, es necesario que la gente tome nota de ello y nunca más confíe en estos.