La primera impresión de una distancia demasiado amplia con Keiko Fujimori que arrojaron las encuestas que siguieron a los diez días posteriores al 11 de abril, se fue atenuando esta semana. Esta percepción se reflejó en las nuevas encuestas, pero tiene explicaciones muy concretas. La más importante ha sido, sin duda, el hecho de que la gente empezó a conocer verdaderamente a Castillo. Hasta ahora, el profesor chotano era, para el gran público, un ex rondero simpaticón, ataviado de un hermoso sombrero, que tuvo una correcta presentación en los días del triple debate del JNE donde no tuvo la exigencia de aterrizar a nada, porque nada se esperaba de él. Era por entonces una especie de caperucita roja de la política. Roja, eso sí. Hoy la situación es distinta. Castillo recibe la atención del finalista, del puntero, del favorito. Tiene los micrófonos y las cámaras. Y ha empezado a ocurrir que cuanto más se expone a los medios, más se evidencia su improvisación y confusión de ideas. Más bien, se muestra débil y frágil cuando deja el lenguaje de mitin y tiene que pasar al lenguaje de la sala de mando de un país tan complejo como el Perú. Cada vez que se pronuncia sobre un tema, deja traslucir su temeridad de pretender asumir una responsabilidad de gobierno cuando claramente no está preparado. Se contradice, se confunde. Tan evidente es el hecho de que el peor opositor del profesor es él mismo, que su comando de campaña ha planteado solo un debate con Fujimori en vez de los cuatro programados por el JNE. Por eso, cuando alardeó con ella retándola a debatir en Chota, y Keiko le aceptó, el profesor hasta se enfermó. Para completar su desconcierto, Castillo no pudo mostrar un equipo técnico de respaldo. Y es porque no lo tiene. Seguro un coaching acelerado de última hora puede disimular, en algo, sus falencias. Pero eso no da conocimiento. La gente hoy lo empieza a mirar mejor. Y empieza a ver un lobo donde antes creyó hallar una caperuza inofensiva.