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Uno de los mitos que más atrapan a los simpatizantes de PISA es que sus resultados tienen un efecto directo en la mayor competitividad del país. Este argumento es absurdo no solo porque no se puede predecir el aporte a la competitividad del país que harán los jóvenes de 15 años de hoy para dentro de unos 15 años en que estén en pleno ejercicio de su vida laboral o empresarial, en un mundo robotizado que nadie tiene idea de cómo será, sino porque inclusive los rankings de competitividad mundial 2016-2017, en muchos casos, no se correlacionan con los puntajes de PISA.

Por ejemplo, Suiza es primero en competitividad y 18° en PISA; EE.UU. es 3° y 25° en PISA; Suecia es 6° y 28° en PISA; Dinamarca 12° y 21° en PISA, Noruega 11° y 24° en PISA, Qatar 18° y 56° en PISA. A la inversa, Vietnam es puesto 60 en competitividad, pero 8 en PISA. Y así varios más. Y si vemos rankings de número de patentes o start ups per cápita o por país, entre otros, indicadores de capacidad de innovación y de generar valor agregado, encontraremos más discrepancias con PISA.

Las pruebas PISA tienen un valor muy relativo respecto a lo que es una buena educación, pero se la ha encumbrado porque es la única, es monopólica, y tiene el respaldo de la OCDE que la creó para sus propios fines de homologación entre los países europeos y no para convertirse en un termómetro mundial de calidad de los sistemas educativos.

Si se trata de evaluar atributos de los jóvenes que aludan a su futura competitividad, habría que hacerlo con su creatividad, razonamiento divergente, habilidades sociales, emprendedurismo, etc.

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