La Navidad en La Libertad ya no huele a panetón ni a chocolate caliente, sino a pólvora y miedo. Asesinaron a una regidora de Chicama en plena chocolatada navideña, un acto que debería simbolizar comunidad y esperanza. Siete personas más quedaron heridas. Días antes, el periodista Fernando Núñez fue asesinado en Guadalupe. No fueron hechos aislados: fueron mensajes. La violencia ya no toca la puerta, entra, dispara y se va sin pedir permiso.
La Libertad se ha convertido en un laboratorio del terror cotidiano, una muestra brutal de lo que ocurre en todo el país. La criminalidad avanza con la disciplina de un ejército y la impunidad de quien sabe que nadie lo detendrá. Mientras tanto, los gobernantes miran el caos desde la comodidad de sus oficinas, repitiendo promesas de campaña como mantras inútiles. Estados de emergencia, anuncios grandilocuentes y conferencias de prensa no han servido para frenar una sola bala.
El ciudadano, en cambio, vive sitiado. Sale de casa con miedo, regresa con alivio y duerme con rabia. El hartazgo es generalizado porque la inseguridad ya no es una estadística, es una experiencia diaria. La autoridad no llega, la policía no alcanza y el Estado parece una sombra que solo aparece cuando hay que levantar muertos.
Y si hablamos de responsabilidades, el nombre de César Acuña no puede quedar fuera del cuadro. Exgobernador regional, dos veces alcalde de Trujillo, dos veces congresista y hoy aspirante a la presidencia de la República. Durante todos esos años, la delincuencia no solo no fue contenida: creció, se organizó y se fortaleció. Su trayectoria no es un currículum, es un bloque de hormigón armado que pesa sobre sus hombros. Porque quien gobernó tanto y logró tan poco no puede fingir sorpresa ante el desastre. La violencia no apareció de la noche a la mañana: fue incubada durante años de incapacidad, indiferencia y discursos vacíos. Y hoy, como siempre, los muertos pagan la factura.




