Los más de 70 mil dólares que el Ministerio Público encontró en el allanamiento de la vivienda del congresista José Arriola, en La Molina, es la punta del iceberg del tráfico de influencias que permitió darle gobernabilidad a Pedro Castillo durante su gobierno. Así mismo, el trabajo de la Fiscalía pudo realizarse gracias a que los congresistas ya no cuentan con inmunidad parlamentaria, pero ello en lugar de atemorizarlos para evitar las conductas delictivas, por el contrario, no despierta prevención alguna, ilustrando el enorme reto, ya que en sus cálculos delinquir paga y bien vale la pena intentarlo.
Si bien el Ministerio Público está tomando la delantera ante este fenómeno, la función de control en el Congreso no debería ser una cenicienta, por el contrario, para mejorar la tremendamente baja favorabilidad que su trabajo genera entre la opinión pública, debería tomarse la delantera con el trámite de las acusaciones en la Comisión de Ética y disponer las penas respectivas.
Evadir las sanciones para protegerse por medio de compadrazgos —yo te ayudo, tú me ayudas— podría hacer naufragar la débil calma que hemos alcanzado y tirar por la borda el mantenimiento de la constitucionalidad ante las protestas violentas de diciembre y enero. La probidad en la función pública es lo único que los parlamentarios pueden ofrecer para legitimarse y esa renuencia es lo que ha convertido al Congreso en el principal objetivo de investigación de los dominicales.
Ya no está Pedro Castillo y los flashes apuntan hacia ellos y la renuencia de cumplir sus funciones, de brindar explicaciones de sus actuaciones como funcionarios públicos y mejorar las leyes existentes, a todas luces conducen a elecciones adelantadas con los mismos actores políticos y a otra presidencia de solo meses, agravando la crisis y postergando su solución.