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Siéntense en una clase y al cabo de 45 minutos pregúntenle al profesor: ¿qué fue lo que provocó el interés o la curiosidad de los alumnos en esta clase? ¿Qué preguntas de los alumnos (si alguna) denotaban interés o curiosidad por profundizar en el tema tratado? Se puede repetir el ejercicio varias horas, posiblemente con la respuesta mayoritaria: “Nada”.

Si la clase está diseñada para que el alumno escuche, apunte y aprenda de lo que dice el profesor, los alumnos no tendrán necesidad de preguntar nada ni poner en juego curiosidad alguna. El mensaje implícito del profesor de esa clase es que todas las respuestas relevantes al tema ya han sido presentadas por él y el alumno debe limitarse a aprenderlas. No hay vacíos ni dudas; por lo tanto, no hay nada sobre qué inquirir.

¿No sería mejor presentar los temas de clase con una serie de interrogantes que denoten que no se sabe todo sobre el tema, o quizá formular los temas de estudio partiendo de las contradicciones que puede generar el resultado conocido? Por ejemplo, en una clase de economía, el profesor podría escribir en la pizarra “estamos mejor, pero estamos peor”. Podría dejarlo allí y dar lugar a una vasta lluvia de ideas sobre a qué se refiere eso. Más adelante, podría llevarlo a un tema de economía. Por ejemplo: “El Perú tiene una economía creciente, reduce la pobreza, recibe elogios de financistas internacionales, pero a la vez crece la inequidad, inseguridad y el malestar social. ¿Cómo se explica eso?”.

Si los alumnos no confrontan, hipotetizan y formulan teorías, tendrán muy poca motivación para aprender.