Me preocupa cuando escucho a un estudiante de secundaria decir: “Ya sé lo que voy a estudiar: ingeniería en la universidad X”. Más aún cuando no puede explicar qué hace un ingeniero. Esta decisión suele basarse en la imagen favorable de la carrera, el prestigio social o el marketing universitario, más que en una verdadera vocación. Lo mismo aplica para la universidad elegida.

Recientemente, al conversar con estudiantes de primeros ciclos de diversas universidades, descubrí que el 80% había cambiado de opción desde el colegio. Algo similar ocurrirá en el mercado laboral.

¿No deberíamos replantear la “orientación vocacional” que es poco efectiva para adolescentes que aún no han madurado sus opciones? Este es uno de los paradigmas del pasado que necesita reformulación a la luz de los avances tecnológicos, las nuevas carreras y la frecuente rotación vocacional.

Lo mejor es que un adolescente diga “No sé lo que quiero estudiar” o “Tengo varias opciones en mente”. Esa incertidumbre es más fértil que cerrar la mente prematuramente. El ingreso a una carrera y universidad debería ser una etapa exploratoria que se ajusta conforme el estudiante avanza y madura. Una pausa preuniversitaria o estudios generales pueden extender el análisis vocacional, permitiendo que los jóvenes trabajen y estudien, recibiendo estímulos vocacionales y “sentidos de realidad” que ninguna aula puede ofrecer.

Recuerden que sus hijos vivirán 100 a 120 años gracias a los avances médicos. No tiene sentido apresurarse. Los profesionales cambiarán de carrera al menos unas 10 veces en su vida. Entonces, ¿cuál es el apuro?