La expresión “calidad educativa” es polisémica (Albornoz, s.a.). Sin embargo, nos debemos remitir a la definición -que muchos no conocen- que señala el Art 13° de la Ley General de Educación: “Es el nivel óptimo de formación que deben alcanzar las personas para enfrentar los retos del desarrollo humano, ejercer su ciudadanía y continuar aprendiendo durante toda la vida”. Por otro lado, nos detenemos solo en el licenciamiento y no en la acreditación, que es un proceso de evaluación que permite a las instituciones educativas demostrar públicamente que han consolidado y mantienen los estándares propuestos (condiciones básicas de calidad).

En la década del 90 estuvieron en boga conceptos como “reingeniería” (BPMCG, s.a.) y “calidad total”, (Bolívar, 1999). El primero hacía referencia a que el impulso de nuevas instituciones y organizaciones debía comenzar de “cero” dejando de lado lo previo; lo cual sí tiene sentido porque las historias, logros, avances y debilidades son un referente importante para rediseñar y construir un nuevo proyecto de gestión educativa. Ligado a esta concepción se planteaba con énfasis la búsqueda, en un contexto de omnipotencia, de “la calidad total” en los procesos y productos de las instituciones. Esto en una perspectiva equivocada de que las personas están acompañadas de una aureola de “perfección”.

Últimamente se hace referencia a las mal denominadas “Habilidades Blandas” para lograr una formación óptima. Creo que esa expresión no es pertinente, pues en primer lugar el bienestar socioemocional no es un conjunto de capacidades(son actitudes); y, en segundo lugar, su complejidad hace más bien que “sus procesos y comportamientos humanos sean duros” para conservar una salud mental y social para avanzar hacia la calidad educativa.