Ayer recordamos la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en la histórica ciudad de Jerusalén. Pero ¿cuál era el contexto internacional y político en que se produjo y cuál fue su connotación posterior? Muchos judíos creyeron que Jesús era el salvador que habían estado esperando para que los libere de la dominación de los romanos.

Se equivocaron porque el Mesías no era ningún guerrero. Al contrario, Jesús los dejó absortos pregonando la idea del amor al prójimo y de la paz. A Jerusalén no entró armado ni en su caballo de batalla. No. Lo hizo en un burro, símbolo de la paciencia y de la fortaleza y fue recibido con vítores por la gente que a su paso le obsequiaba ramos de olivo y de palma.

Nadie lo entendió cuando dijo: “Si alguien te da una bofetada en una mejilla, entonces ponle la otra”. Tremenda desilusión para los que se resisten al poder de Roma. Jesús es el precursor del principio de solución pacífica de las controversias, en una época en que la guerra era la regla del imperio más poderoso.

El ingreso de Jesús en la Ciudad Santa, casi en el corolario de su presencia física en el mundo –había predicado por la región de la Palestina y otros lugares durante gran parte de su vida de adulto joven pues vivió hasta los 33 años–, confirmaba la relevancia urbana, como hasta ahora, de la Jerusalén de esa época.

Durante la Edad Media, los señores feudales se valían de esta fiesta para consolidar su poder frente a los vasallos y al final de esta época, y el comienzo de la Edad Moderna, los monarcas la escojan como día de sus ungimientos en el trono. Jerusalén llevó a los cruzados a recuperarla –era el lugar sagrado donde fue enterrado y luego resucitó el Nazareno–, que había sido tomado por los musulmanes cortando los accesos entre Europa y Asia.

Finalmente, los hechos allí sucedidos en ese tiempo y los que siguieron en los siglos posteriores convirtieron a esta ciudad en epicentro de procesos políticos contemporáneos muy sensibles como el problema entre Israel y Palestina aún pendiente de solución.