El Congreso de la República, cumpliendo el procedimiento de reforma constitucional, aprobó la Ley N 31118para eliminar la inmunidad parlamentaria. La ley atribuye a la Corte Suprema de Justicia la competencia para el procesamiento de delitos comunes a los parlamentarios en ejercicio del cargo, y al juez penal ordinario para conocer los presuntos delitos cometidos por los candidatos electos antes del mandato congresal.

Una reforma promocionada como filtro para los candidatos que buscan blindarse de un futuro proceso penal, pero que no repara en los riesgos para el trabajo del congresista probo que fiscaliza cualquier arbitrariedad en la Administración Pública y que podría ser acusado constitucionalmente.

La primera consecuencia que avizoro es el progresivo debilitamiento de la condición de parlamentario frente al empoderamiento del gobierno por un claro desbalance de poderes. La reforma aprobada forma parte de un proceso iniciado hace casi treinta años luego de suprimirse la Cámara de Senadores, reducción del número total de parlamentarios (240 en la Constitución de 1979 a 130 actuales), no reelección inmediata, el libre reagrupamiento en tantas bancadas que dificultan la gobernabilidad, cuestionar su autonomía funcional para el nombramiento de altos funcionarios, criticar su labor de oposición política hasta la interpretación de una “nueva competencia presidencial”, que permite reconocer un rechazo fáctico a la cuestión de confianza.

A la luz de estos cambios, la institución del Congreso terminará menguando en una asamblea o foro de discusión política con menos gravitas, es decir, carente de una de las virtudes que los romanos reconocían junto con el deber, la piedad y dignidad. En la actualidad, la calidad que apreciamos de ciertos parlamentarios, sin preparación política, incultos y deshonestos es un problema de los electores y su desinterés para informarse, no de los principios para el funcionamiento del Congreso.