La política que discurre sobre la díada “amigo-enemigo” tarde o temprano condena a las sociedades al radicalismo de la violencia. Al inicio puede tratarse de una violencia discursiva, de una violencia verbal, pero si el radicalismo continúa no tarda en mutar hacia la exterminación física del adversario. La alta política, la política que aspira a construir el bien común, siempre ha buscado el camino de la paz preparándose para la guerra, pero sin desearla por encima del desarrollo.

Esto no significa, por supuesto, renunciar al uso legítimo de la violencia, núcleo de la existencia estatal. Pero cuando la violencia política transgrede los límites legítimos, la decadencia social se convierte en una posibilidad real. Pienso, por ejemplo, en la violencia de Sendero Luminoso cuyo objetivo, la captura del Estado democrático, implicaba la destrucción de un orden político concreto. Esa violencia era ilegítima, como ilegítima es la pretensión de establecer un régimen de poder liquidando a los adversarios mediante la cárcel o el cementerio. Y eso han intentado hacer con Trump.

Ciertas ideologías nacen con el gen perverso de la violencia política. El marxismo y sus derivados padecen esta enfermedad incurable. Los falsos parteros de la historia aspiran al asesinato selectivo y el viejo concepto maoísta de “cuota” es de por sí tan sangriento como irracional. Por eso, los asesinatos de presidentes son moneda de uso corriente cuando se trata de alterar un proceso electoral. Aquellos que empuñan las armas piensan que una bala es una manifestación superior de la política y no comprenden que la verdadera política, siempre unida al Estado de Derecho, cesa del todo cuando el aroma del anfo y la pólvora se apoderan de la sociedad.