En el marco del desarrollo de la globalización y el sistema económico mundial, la expansión de las denominadas “habilidades duras” (hard skills) y “habilidades blandas” (soft skills) ha llegado a nuestro país hace algunos años. Actualmente se habla, con una aureola de pontificación, de la importancia que tiene la mejora de estos aprendizajes para el auge de los procesos económicos y productivos de bienes y servicios. Como ocurre siempre con conceptos surgidos en el ámbito laboral y empresarial, muchos foros, espacios, instituciones y/o sistemas tratan de extrapolarlos y aplicarlos en la educación básica y superior.
La división de los aprendizajes en “duros” (matemática, ingenierías, ciencias, tecnologías, teorías, conocimientos, máquinas, etc.) y “blandos o suaves” (desarrollo emocional, humanidades, valores, liderazgo, trabajo en equipo, motivación, etc.) constituye un error, ya que permanentemente las personas se desenvuelven de manera holística, y el desarrollo de sus competencias se manifiesta a través de la interacción combinada y sinérgica de todos sus saberes, en todas las dimensiones del ser humano: cognitivo-intelectual, así como socioemocional-afectivo-valorativa.
Así pues, cada cierto tiempo observamos que estos enfoques adquieren una sobrevaloración, que termina siendo efímera, puesto que luego pierden vigencia, como fue el caso de la sacrosanta “tecnología educativa”, concebida como la panacea de la educación en el país durante los años 70 y 80. Y es que organizar los currículos de acuerdo a ellos implica la ausencia de valoración multidimensional de los desempeños educativos y la naturaleza de la persona. ¿Acaso los vínculos afectivos, la integración social y el clima organizacional saludable de los grupos son “aprendizajes blandos o suaves”? ¿No serían más bien “aprendizajes duros”, por su alta consistencia y complejidad humana?