Ayer 20 de enero de 2017 se convirtió Donald Trump en el cuadragésimo quinto presidente estadounidense. Y desde el discurso inaugural, dejó muy claro que empiezan nuevos tiempos. Sin perder el tiempo en zalamerías políticamente correctas, se ratificó en su agenda de campaña y lanzó un potente mensaje central: la política del gobierno ya no será para mantener el estatus de los privilegiados de Washington, sean políticos, empresarios o burócratas. El gobierno, en la idea de Trump, estará para servir al pueblo estadounidense.

Quienes lo odian, dicen que esto es populismo puro. Asumo que quieren decir “tribunero”. Para la tribuna. Popular. ¿Y qué discurso político no lo es, cuanto menos, en alguna medida? Los discursos que encienden, tienen que apelar a la pasión del pueblo. Las cifras y los silogismos profundos valen para los informes o las tesis. Sus opositores siguen llorando por la herida. Desde ilustres y poderosos como Robert De Niro o Meryl Streep, hasta gente común, simplemente quieren seguir en campaña y ya le están dedicando discursos y organizando marchas callejeras. Ni siquiera ha llegado a la Oficina Oval, pero Trump ya tiene una agenda de protestas bien coordinadas, planificadas y, sobre todo, bien financiadas por enemigos personales, como George Soros. No les importa estar abriendo brechas en su propio país ni desconocer el mandato de una democracia que les gusta exaltar y hasta le toman el nombre.

Importa solo mantener privilegios. Entre tanto, Trump ha dicho que todos sus actos de gobierno se regirán por un código central: America First. Primero EE.UU. Significa, entre otras cosas, que se acabaron las ayudas estadounidenses gratuitas. Si un país quiere algo de EE.UU., tendrá que dar algo a cambio. Habrá que espabilarse y “hacer buena letra”. Sí. Son nuevos tiempos. Tiempos de Trump.

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