“Por algo no le pasan cosas buenas al Perú: porque los peruanos hacemos los méritos para que todo nos salga mal”. Me dijeron ayer esta afirmación y me dejó pensando. Efectivamente, llegamos al Bicentenario como hemos vivido siempre los peruanos: arreglando a las apuradas el living y la sala para recibir a las visitas, mientras tiramos la basurita debajo de la alfombra y lanzamos los trastes a los techos hasta convertirlos en un muladar. Porque ¿qué puede representar y sintetizar mejor nuestra cultura política que un gobernante que llegó al poder a trompicones, como resultado de una maniobra a tres bandas de la izquierda minoritaria y cuyo primer acto de gobierno se orientó a debilitar a las fuerzas del orden? Y que pasado menos de un mes, su único legado es el desgobierno, arropado de impecables formas de virrey, pero que luce corroído por la ideología del desastre. Esa misma que llevó, también al desastre, al gobierno municipal de Susana Villarán.

Sagasti es de la misma escuela. Cree que se gobierna solo con gestos, poemas y el lenguaje de lo políticamente correcto. Le favorece que todo le perdonan y festejan los medios. Y lleva consigo el consabido resentimiento de las izquierdas hacia los uniformes, lo que traslada a sus actos. Para empeorar su mala impronta, ya tiene tres ministros del interior en igual número de semanas en el cargo, lo que debe ser un record mundial. El resultado “natural” es una debilidad proyectada que incita a escalar la protesta callejera y la percepción de “desborde social”. Entonces vale preguntarse: ¿es a esto a lo que nos quieren conducir precisamente para forzar un escenario en que fluya el reclamo por una nueva Constitución y a una reversión total de lo avanzado en los noventa? ¿Se está jugando el sicosocial de desesperar a la gente a base de la dupla pandemia-conflicto social? Recordemos que la izquierda nunca perdonó esas reformas. No permitamos retroceder sobre lo bueno avanzado.