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El 20% de niños y adolescentes tiene serios problemas de salud mental; 30% sufre depresión; 50% es víctima de violencia familiar; 70% de los jóvenes criminales presos procede de hogares abandonados por el padre. En suma, los niños peruanos mayoritariamente proceden de hogares disfuncionales.

Todos ellos pasan en los colegios al menos un par de años. Pero ¿qué hacen los colegios? Presionarlos con aprendizajes académicos que no están a su alcance y declararlos fracasados en 2do de primaria con los resultados de las pruebas censales. En estas, la mitad no satisface los estándares del ministerio en lectura, 2/3 en matemáticas, dando un combinado de 5/6 que reciben el mensaje de que son incompetentes a los 7 años de edad. A eso le sigue una escalada de fracasos escolares posteriores que termina destruyendo su autoestima como estudiantes con una creciente repitencia y abandono escolar.

Esos niños quedarán a la merced de las presiones de supervivencia del mundo de la calle. Luego, a traficar, delinquir, violentar y terminar presos o muertos, con la excepción de aquella minoría que tiene un altísimo nivel de resiliencia y tolerancia a la frustración.

¿Qué pasaría si la escuela reformulase la visión de su rol, hacia verse a sí misma como un espacio de acogida, protección, seguridad, cariño, empatía con los niños, que sirviera de contrapeso a sus hogares disfuncionales, como responsabilidad previa a la de acometer los objetivos académicos tradicionales?

Niños que disfrutan de su escolaridad tienen mejor pronóstico que los que tienen al fracaso como marca distintiva de su vida escolar.